Charles Clyde, abbets, NY 1950
-I-
Todos aseguraban que bajando por aquella
profunda escalera podía encontrarse en algún punto de la oscura gruta un vasto
tesoro encantado, capaz de enriquecer a los
casi catorce mil habitantes de la población de Íspica. Se afirmaba que una enorme fortuna había sido
sepultada por un pirata turco en el transcurso de alguna de las tantas
refriegas acaecidas en la costa sur oriental de Sicilia, cuando por más de diez
siglos y hasta los primeros años del ochocientos, decenas de embarcaciones de corsarios musulmanes
asolaron a cada uno de los pueblos de ese litoral.
La tosca escalinata, que penetraba la roca
valiéndose de sus doscientos ochenta irregulares peldaños, surgía de la tierra
como antesala y parte inseparable de la larga cueva que conducía al lecho del
extinto río, el cual, le garantizó el agua necesaria al viejo castillo de El
Carmen durante los tantos asedios sufridos.
La gruta era famosa por esta singular gradería y por el inestimable
tesoro que se decía ocultaba; de lo contrario, habría podido confundirse entre
las tantas otras cuevas visibles en el surcado valle, cuya amarillenta y
escabrosa roca calcárea emerge horadada tanto, por la naturaleza que la adornó
con múltiples túneles, como por el hombre troglodita, cuando a lo largo y ancho
de sus paredes excavó las numerosas habitaciones que en su conjunto aparentan
una suerte de castillo primitivo resultante de la superposición en secuencia
horizontal y vertical de estrambóticos e irregulares cubos huecos.
La escalera, era punto de encuentro de los
varones del lugar durante su niñez, cuando iban a cazar salamanquesas bajo la
creencia de que su muerte redimiría siete de los pecados acumulados por su
impenitente captor. Para cualquier muchacho era mucho más fácil y divertido
ganar indulgencias quitándole la vida unos cuantos animalitos que someterse al
rigor religioso de confesiones y rezos.
En la adolescencia era usual aventurarse en la oscura profundidad de la
escalinata empleando una común lámpara de aceite. -A Íspica la electricidad aún
no había llegado-.
-II-
Durante las frías noches invernales los hombres
usaban reunirse alrededor de una jarra de vino. Era frecuente entonces que surgiera el tema del misterioso tesoro; se
discutía y conjeturaba sobre cómo alcanzar el codiciado objeto. De dominio público era que quien tuviera
valor, fuerza y poderes suficientes para deshacer el encantamiento tendría que
internarse en la gruta sin linternas. Omitida esta premisa, inhibidora de
curiosos o cobardes, la polémica se centraba en determinar cuál sería la
táctica eficaz para romper el centenario hechizo. Exponían sus ideas
gesticulando todos a la vez y tornando el amistoso jaleo en un guirigay, que se
aquietaba sólo cuando alguien asomaba un método de apariencia tan novedosa y efectiva que lograba atraer la
atención de los demás, lo que de
inmediato lo convertía en líder de la tertulia y en potencial protagonista de
una tan prometedora empresa.
Una noche, Diego llamó la atención al compartir
historias de su difunto tío Gaetano sobre ceremoniales mágicos, hechizos y
encantamientos, resultando muy verosímil para sus contertulios. Se trataba de un joven alto y fornido quien
trabajaba en las canteras y resolvía encargos pesados de la gente del
vecindario, siendo capaz de cargar moles de piedra o cuentas de leña y
transportarlas sobre su espalda por largos trechos. Era huérfano único de padre
y madre de quienes había heredado la humilde casa donde vivía solo.
Aupado por sus amigos Diego pasó el fin de
semana rebuscando en los surcos de su memoria a fin de recapitular las
singulares historias que una y más veces había escuchado del hermano de su
madre. Aquello que alcanzó recordar le
bastó para idear un método apropiado a los fines propuestos. Además, desde la
última noche de tertulia, no había dejado de sentir una cierta picazón en la
palma de su mano izquierda, lo que le recordaba a su padre, quien cada vez que
sentía hormiguear su zurda aseguraba que venía dinero en camino.
Diego resolvió acometer la empresa estimulado
por su vivo presentimiento de éxito y no sin los naturales temores que la misma
suponía.
Durante la siguiente reunión informó la novedad
a sus amigos. Evitó revelar detalles
sobre el ceremonial, el cual permanecería siempre secreto, pero informó que,
atendiendo a la condición estricta de llegar hasta el lugar sin linternas,
acometería su exploración durante la próxima noche de plenilunio, llevando
consigo la sola luz de su propia memoria. –Diego descartó comentar que en luna
llena solía agudizársele el olfato, la vista y demás sentidos-. Por último,
añadió que se apertrecharía con una pala mediana, por cualquier evento.
Se mostraba confiado: desde su infancia había
subido y bajado innumerables veces hasta el último peldaño de la escalera;
claro, sin proseguir hacia las profundidades ni interesarse por nada que no
fuera la captura de una que otra salamanquesa.
Algunas veces se valió de una linterna, otras, osó ir a oscuras; muchos
de los resquicios y grietas del primer segmento del trayecto le eran conocidos
a la vista y, lo que era más importante, al tacto.
-III-
La noche prevista para el descenso el cielo
estaba muy despejado, las siluetas de los objetos, paisajes y personas lucían
nítidos; sus amigos y una gran cantidad de curiosos se aglomeraron a la entrada
de la gruta. A su llegada Diego fue
aplaudido y exhortado por su empresa.
Aquello parecía una fiesta patronal. Por su lado mantuvo un silencio
inusual, no intercambió saludo alguno.
Parecía como si hubiese separado su espíritu de su entera humanidad
enviándolo como vanguardia en la gesta que iniciaba. Su cuerpo era lo único que el gentío
aupaba. Esta rara actitud de Diego podía
ser justificable pues su misión no admitía distracciones.
Inició la marcha. Antes de poner pié en el
primer escalón se persignó y encomendó al patrono San Jorge. Iba vestido como para las canteras:
pantalones y camisa de un pesado algodón ocre.
Por cierto, para esta ocasión decidió no calzarse; mas sí llevaba calado
el sombrero negro de ala corta legado de su tío antes de morir. Consigo iba la pala, amarrada a su cintura
con un largo pañuelo gris.
Desde sus primeros pasos tuvo mucho cuidado.
Extendiendo sus brazos a todo dar palpaba ambas paredes de la gruta al mismo
tiempo, si alguien lo hubiera visto habría imaginado una cruz en marcha. Sus
pies desnudos leían el terreno; reconocía también olores familiares que
cambiaban en progreso: en las cercanías del portal de la cueva predominaba el
aroma a hierba, al interior, la atmósfera se hacía pesada, mohosa y, en ocasiones,
repugnante. Los sonidos de su
respiración y del roce de su cuerpo también variaban al internarse en la
tierra, la caverna actuaba como un cuerno acústico, a pesar de sus rugosidades
que no impedían el eco. Tuvo más
cuidado en las partes más anchas, donde el suelo se hacía más liso y
húmedo, prefiriendo caminar de perfil
apoyando una a una sus manos sobre alguna de las paredes de la cueva, cual si
fuera un cuadrúpedo erecto. No había sentido miedo, seguro de que en aquella oscuridad de solidez plomiza,
los únicos animales que podía encontrar eran las archiconocidas y pacíficas
salamanquesas que muchas veces llegó a sacrificar para evitarse una
penitencia. No llegó a caerse en todo
el trayecto pero sí recibió algunas heridas sangrantes en brazos y piernas,
debido a las rústicas protuberancias de la roca que actuaban como bayonetas
empuñadas a capricho por las sinuosas paredes de la gruta. En compensación,
pudo ocasionalmente valerse de estos salientes como asideros para impulsar su
propio cuerpo.
Una vez superado el escalón número doscientos
ochenta, Diego extendió sus brazos hacia su izquierda; continuó palpando palmo
a palmo la húmeda piedra y empleó pasos cada vez más comedidos. De acuerdo
con su plan, su tacto sería su guía prioritaria, luego confiaría en su
olfato, en su oído y, como último recurso, su vista. ¡Sí, su vista!
Tenía previsto llegar hasta la profundidad de la
cueva, a lo que había sido el nacimiento del río. Notaría la cercanía de su objetivo al
percibir un penetrante olor sulfuroso, después de lo cual, daría inicio a las
oraciones e invocaciones destinadas a conjurar el encantamiento que con mucho
cuidado había preparado y ensayado remembrando a su tío. Deshecho el hechizo, y previa la escucha de
música o voces, vería un rayo de luz incandescente muy blanca, el cual, a
partir de la cúpula de la cueva incidiría en un punto específico del tenebroso
espacio como señal inequívoca del sitio a enfocar para la búsqueda del tesoro.
Prosiguió su marcha y el olor a podrido fue
haciéndose más pronunciado, agudo y nauseabundo. ¡Era una buena señal!
-IV-
Diego se sentía agotado, aunque no había
ocurrido nada imprevisto en su plan. Enfatizaba y afinaba sus distintos
sentidos; sabía la importancia de captar a tiempo cualquier variación en los
sonidos del ambiente, en la temperatura. Cualquier indicio de cercanía era
crucial.
Concentraba con afán todas sus energías y
pensamientos, cuando algo imprevisto lo sorprendió: el suelo, de repente,
empezó a perder consistencia tornándose dúctil, reblandeciéndose. No tanto como
para impedirle caminar, pero sí como para alimentarle inseguridad y temores
razonables. En la misma medida en que el
piso aflojaba su limosa dureza, en su cabeza sucedían cosas también extrañas;
de pronto, se le hizo visible un vibrante rayo azulado que fue a dar a una
parte de la roca ubicada frente a él, iluminándola con un brillo deslumbrante.
De manera paulatina la piedra reluciente comenzó a deformarse sin romperse,
como una masa elástica de textura y espesor parecidos al de las mezclas de
arcilla de los alfareros. -No había en el sitio nadie visible que produjera en
la roca aquellos suaves y sensuales movimientos, aunque lucieran como inducidos
por un forzudo escultor-. Mientras
presenciaba estupefacto el extraño fenómeno, aumentaba paulatinamente su
sorpresa, más aún cuando la roca fue
adquiriendo la forma de un gigantesco rostro. Y no era que se estuviese
consolidando el relieve estático de una figura humana; se trataba de la formación
progresiva de una imagen cuyos movimientos le daban vida.
De súbito, la espeluznante efigie terminó de
definirse como la cara de una mujer muy fornida, una diosa imponente de gruesos
labios y prominentes mejillas. Los pómulos de este ser fascinante y soberbio se
hinchaban y deshinchaban como globos, con rítmica lentitud. Diego observaba aquello atolondrado, lo que
no le había impedido contar las veintiocho veces consecutivas en que las
mejillas del admirable ser se habían abultado retornando luego a su posición de
reposo. De pronto, con desbordante
fuerza, el temible rostro adoptó una actitud grave y solemne, movió la boca y articuló palabra. Con voz clara, potente y reverberante le
ordenó acercarse.
Cuando Diego se aproximó, los ojos de la
fantástica dama se abrieron cual enormes ventanas, como profundos agujeros a
través de los cuales se hizo visible un inmenso y relumbrante caudal. Había de
todo: pulseras y collares, finamente tejidos con filigrana de oro; monedas de
distinto tamaño, también de oro;
destellantes y enormes diamantes, rubíes, esmeraldas y demás piedras preciosas;
copas y platos con incrustaciones de brillantes; todo organizado, clasificado y
dispuesto en veintiocho baúles de distinta capacidad. De manera repentina y asombrosa el encantamiento
parecía haberse deshecho y Diego sentía estar a punto de alcanzar el codiciado
tesoro que los haría riquísimos, a él y al resto de sus coterráneos.
Enseguida, pensó en el modo de transportar
aquella inmensa fortuna. Se le ocurrió buscar ayuda, pero antes, no conforme
con lo que sus ojos veían, quiso asegurarse de que aquello no fuese producto de
una alucinación o de un probable estado de sugestión debido al cansancio que
lentamente lo dominaba. Sabía que de sus
cinco sentidos, era el tacto el más confiable y convincente a la hora de
percibir los objetos, así que empleando como palanca la pala que traía consigo,
decidió saltar a través del ojo izquierdo del gigante. Se impulsó y, al poner
pié al otro lado, donde se apoyaba aquella colosal abundancia, se produjo de
inmediato un ruidoso chispazo acompañado de una enorme y densa nube de humo
sulfuroso que cubrió totalmente el tesoro, el cual, desapareció repentinamente
como si hubiera sido potentemente aspirado o tragado por la misteriosa
mujer. En su lugar, apareció un
gigantesco montón de hojas secas.
Diego no lo podía creer, se zambulló en la pila
gritando:
- “¡El
tesoro!, ¡el tesoro!, ¡dónde está el tesoro!...”
De repente, de entre la hojarasca comenzaron a
aparecer montones de gallinas que, moviendo desesperadas sus alas, trataban de
escapar a través de la boca de la diosa, quien la había abierto de modo
repentino. Diego, aterrado, trató de
huir velozmente cuando resbaló de manera estrepitosa.
Las gallinas habían logrado subir en bandada la
escalinata, llegando a la salida de la gruta y sorprendiendo al gentío que aún
permanecía esperando el regreso de Diego con las noticias de su expedición. La
multitud, asombrada por aquella inesperada cantidad de aves que revoloteaban
despavoridas chocando entre sí y contra sus cuerpos, huyó horrorizada de modo
que, en pocos minutos, el portal de la cueva había quedado totalmente
abandonado.
Diego se había recuperado de su caída y,
aprovechándose de la potente luz del rayo que aún iluminaba su mente, había
podido superar también él los doscientos ochenta peldaños más rápido que nunca.
Al llegar, desilusionado por no haber encontrado
ni una sola de las almas que lo habían aplaudido al inicio de su hazaña,
comenzó a sollozar como un niño, tiró el sombrero y emprendió lentamente el
camino a su casa.
Desde aquel entonces, nunca más regresó a las
tertulias donde aún se discute sobre cómo romper el antiguo hechizo.
Caracas, Agosto 2009.
Este relato forma parte del libro "Manual para el más allá" editado en 2012