Venezuela. Por una transición
negociada y en ciudadanía
Enzo
Pittari[1]
18
de mayo de 2017
H
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asta hace pocos meses mucha gente
opositora se resistía calificar al gobierno de Venezuela de dictadura. Algunos,
creyendo en la capacidad de respuesta de las pocas instituciones que aún quedaban
en pie; otros, por temor a que con tal calificativo se acelerase el cierre de cualquier
intersticio de legalidad que se aspiraba quedase. También hubo gente que, a
pesar de ir a votar cuando tocaba y lo permitían, nunca creyó que estuviésemos
viviendo tan solo una ‘nueva forma de democracia’, según las bondades de la
Constitución del 99; es la misma gente que, también, siempre sostuvo que
Venezuela comenzó a venirse abajo, de manera patética, desde el mismo momento
en que, tras el golpe de 1992, no se aplicara el debido y justo castigo a los
promotores y ejecutores de tal felonía.
Partiendo claramente del hecho de que la democracia perfecta es un estado ideal inalcanzable, es cierto que en cada uno de los países democráticos del planeta (la gran mayoría), hay una forma de democracia particular y sui generis. Así es, puesto que la democracia es una forma de vida antes que un sistema de gobierno y, como tal, muy acorde con cada cultura.
De esta manera, es arduo y complejo calificar cada democracia como buena, mala o menos mala. Claro que ello no obsta para que esfuerzos de documentación y análisis como los del respetable Latinobarómetro, por ejemplo, nos faciliten una referencia empírica valiosa basada en atributos más o menos cuantificables.
Uno de los factores fundamentales empleados
mundialmente para definir si hay o no democracia en un país, es el de la
celebración oportuna de elecciones. Sin embargo, como se ha demostrado en estos
últimos 18 años en Venezuela, las elecciones pueden llegar a girar en torno a
una práctica engañosa, –una coartada– que, como es el caso nuestro, puede
impedir atajar a tiempo la ‘expropiación’ hecha, por parte del grupo al mando,
de las instituciones fundamentales del gobierno democrático. Esto, sin
pretender especular sobre la transparencia o no de los procesos eleccionarios
habidos, y admitiendo felizmente en nuestro caso que la sofisticación del
trabajo de observación llevado a cabo durante los últimos procesos por parte de
la oposición organizada, permitió éxitos de democratización como el de
diciembre de 2015, cuando se eligió una Asamblea plural, a la vez que cerró con
doble llave la posibilidad de que el gobierno estuviese dispuesto y aceptara
someterse al referéndum revocatorio mandado por la Constitución a la mitad del
período presidencial, en 2016, y que seguramente perdería.
Ahora bien, ubicándonos en los
recientes acontecimientos ocurridos durante estas últimas seis semanas, en
Caracas y en muchas otras ciudades del interior, inclusive pequeñas como
Capacho o Colón en el estado Táchira, vemos claramente que las principales
instituciones formales del Estado brillan por su ilegítima actuación orientada
a las espaldas de una nación que, mal o bien, en su momento les otorgó su
confianza: Empezando por la presidencia, siguiendo por las fuerzas armadas,
jueces, tribunales y policías, pasando por la defensoría y llegando hasta la
fiscalía, todas están de espaldas al ciudadano
común, aún esta última, cuya líder, la señora Ortega Díaz, a pesar de haber
hecho declaraciones de prensa oportunas de crucial importancia para la
democratización del país, no termina de actuar formalmente según le indica su
investidura y rango.
Por fortuna, es útil resaltar que la
única institución que aun debilitada por las carencias materiales no ha sido
totalmente expropiada por el grupo al mando, es la institución de la Ciudadanía. La ciudadanía alojada en
cada uno de los venezolanos sufrientes y ya no pacientes que se han cansado de
esperar y que se han puesto al frente de una protesta de calle masiva y
generalizada que, dispuesta al sacrificio mayor, el de la vida, es lo único que
le ha dado cuerpo a los esfuerzos inmensos liderados principalmente desde la
Asamblea, el único órgano formal que hoy legítimamente representa a esa
ciudadanía.
Nada halagador, pero baste decir
que, mientras haya ciudadanía, actuante y bien representada, siempre podrá transitarse hacia estadios democráticos[2]
superiores, aún partiendo de las más tenebrosas tumbas o de los más
castrantes –o castrenses- totalitarismos[3].
Respecto
a este tránsito (o transición) comienza también a hablarse cada vez más y con
mejor alcance.
Después
del fallido diálogo acompañado por el Papa en diciembre pasado, los venezolanos
quedamos vacunados ante cualquier turbio manejo que hipotecara la posibilidad
de una evolución hacia la paz; no obstante, voces legítimas como la del primer
Vicepresidente de la Asamblea Nacional, Freddy Guevara, van haciendo explícita
en estos días la necesidad de una Negociación
inminente. Hay en las redes sociales quienes critican este hecho. Otros que
lo celebramos; sino, ¿de qué otra forma, distinta a una negociación, puede
salirse de esta paupérrima situación a la que nos hemos permitido llegar?
Sobran
ejemplos en Latinoamérica de transiciones más o menos blandas, más o menos
cruentas, pero de por medio siempre ha sido deseable, y muchas veces posible, una
negociación destinada a minimizar los daños, tanto a corto como a mediano
plazo. Lo que Guevara adelanta para
construir una transición en paz luce más que sensato: “Estamos
dispuestos a entrar en un proceso de negociación directa con quienes sostienen
a Maduro para garantizar que aquí no vendrá una cacería de brujas sino
que, por el contrario, quienes se pongan del lado del pueblo y contribuyan a la
restitución del orden constitucional, tendrán un espacio en Venezuela y serán
respetados como personas que dieron el paso en el momento indicado”[4].
Me parece que dicha declaración es
una clara confirmación de una voluntad ciudadana, de una voluntad de
coexistencia con el otro.
Estoy seguro de que, quienes están
comisionados por la Asamblea Nacional para planear el concepto de transición
que más se adapte a nuestro único e inédito momento histórico, están bien
documentados sobre las experiencias a lo largo y ancho de nuestro injusto
mundo. No obstante, quisiera apuntar aquí algunas lecciones que provee el
profesor Thomas Carothers[5],
estudioso y experto acreditado.
El tránsito hacia la democracia y el
paradigma de la transición
En Carothers (pp. 6-21) [6]
encontramos un recorrido relacionado con lo que se llamó el Paradigma de la Transición, según el
cual, a partir de importantes cambios ocurridos durante las últimas décadas del
siglo XX, empezando por la caída de la URSS e incluyendo la sustitución de
dictaduras militares en Latinoamérica, existían suficientes elementos para
pensar que se estaba en presencia de una tendencia fuerte de tránsito de
regímenes duros hacia formas más liberales y democráticas de gobierno. Llegó a
hablarse con entusiasmo de “Transitología”
y a diseñarse un modelo para la misma, que fue aplicado en múltiples
situaciones aunque no siempre con éxito. Dicha transitología consideraba, grosso modo,
lo siguiente:
i)
Todo país que abandona la dictadura
puede ser considerado como en tránsito hacia la democracia.
ii) Dicha democratización ocurrirá por
etapas: a) apertura, b) ruptura con el viejo régimen, c) emergencia rápida de
un estatuto democrático con elecciones y hasta una renovada constitución, d)
una consolidación lenta de la institucionalidad y de la sociedad civil
iii)
Elecciones equivale a democracia. (Sabemos, a un precio alto, que no es así)[7].
iv) Las condiciones imperantes, como la
economía, las tradiciones y la historia política, no son determinantes ni en el
proceso ni en los resultados de la transición; basta que las élites políticas resuelvan
llevarla a cabo, la democracia siempre florecerá.
v) El paradigma de la transición
descansa sobre la premisa de que a los nuevos estados se le rediseñarán sus
instituciones, un nuevo sistema electoral, reformas parlamentarias y
judiciales; todo lo nuevo y necesario
para acabar con el precedente estado disfuncional.
Este paradigma fue aplicado en un
centenar de estados (¡100!) de los cuales sólo en unos veinte el proceso tuvo
cierto éxito. Carothers nos refiere lo que llama una Zona Gris representada por países en los que los esfuerzos guiados
por el paradigma transitológico fueron
rechazados: La democracia no se puede
construir en un día.
Y esta situación de poco éxito –por no llamarlo
abiertamente fracaso-, fue propiciando la aparición de la llamada “democracia
adjetivada”, una semidemocracia que, en cada caso, puede tomar una forma
particular. Lo que se observó en todos los casos de estos pseudologros, es la
constancia de dos síndromes:
a) El síndrome del Pluralismo
Irresponsable (feckless
pluralism), común en Latinoamérica: el mismo
contemplaba considerable libertad política, elecciones regulares, alternancia
en el poder entre partidos distintos; no obstante lo cual, la participación
democrática se da sólo para el momento de las elecciones, las élites políticas
son corruptas e ineficaces, la solución de los problemas nunca llega, siempre
hay un responsable distinto al que le compete resolverlos, a las personas poco
le interesa la política y, aunque manifieste creer en la democracia, está muy
descontenta con la vida política del país: todo lo asociado a política merece
poco respeto. El estado es débil, la
política económica es mal concebida y peor ejecutada, el crimen campea y la
educación y los sistemas públicos de salud no funcionan.
b. El Síndrome
de la Parte Dominante (dominant-power
politics), que predomina en la región subsahariana, en la antigua Unión
Soviética, en las repúblicas centro asiáticas, y, es muy parecido a lo que
hemos sufrido progresivamente en Venezuela durante estos últimos 18 años. El mismo consiste en la concentración del
poder en un hombre fuerte o en un solo partido, quedando tan poco espacio para
la disidencia que poco falta para hablar de dictadura. Hay elecciones, pero las partes dominantes
garantizan de cualquier manera su permanencia.
Se observa que ambos síndromes, una vez
estimulados, terminan afianzándose hasta una nueva ruptura.
Carothers, cita unos pocos los ejemplos
de países que van superando estos síndromes y añade la necesidad de abandonar
el paradigma de la transición o ajustarle sus premisas:
La receta democrática
Con todo lo anterior, la observación de
conjunto que hace Carothers puede
resumirse así:
i.
No es cierto que el
transito desde la dictadura será siempre a la democracia.
ii. No es cierto que hay un solo patrón de evolución por etapas. Cada país evoluciona a su modo y a su tiempo y
gradualidad.
iii. Las elecciones no garantizan la transición o la consolidación de un
cambio hacia la democracia. Lo
importante es cerrar el abismo entre la dirigencia y los ciudadanos. Cuando hay patologías como la presencia de
partidos fuertes y muy personalistas, otros fugaces sirven sólo para
legitimarlos.
iv. Deben propiciarse condiciones suficientes para la democracia: además de
la competencia electoral o política, hay que atender la economía, la historia
de pluralismo y participación, los legados culturales e institucionales, las
estructuras sociales, y más.
v. Reconstruir los instrumentos del Estado es un reto fuerte. Por ejemplo, garantizar la separación e
independencia de los distintos poderes, es crucial.
En otras palabras, y por cuanto pueden ser de
valiosas en este momento que hoy vivimos en Venezuela, vale subrayar:
i. No existen recetas aplicables a partir de un simple check-list.
ii. No hay un portafolio estándar de soluciones a problemas y situaciones
no siempre bien entendidas,
iii. Las ayudas internacionales no siempre funcionan,
iv. Seguramente cada país tiene su propio cuadro de “síndromes”.
v. Nunca se pueden separar los esfuerzos dedicados a la construcción
política de los dedicados al desarrollo social y económico de las personas. La
agenda es una.
En Venezuela tenemos mucho camino hecho, y es probable que a la
inmensa dificultad que significará reconstruir nuestra infraestructura,
reorganizar la maquinaria productiva y relanzar la vida en sociedad, servirá de
claro acicate para conseguir la solución que necesitamos. Dicha solución
encontrará muchas respuestas en el mismo texto constitucional hoy vigente que,
si bien mejorable, da marco suficiente para iniciar la tarea. Las otras respuestas
podrá inspirarlas el sentido y la clara demostración de ciudadanía que, con rasgos de evidente heroísmo (casi 50
manifestantes asesinados en mes y medio), hoy se expresa en las calles de
nuestras ciudades y pueblos.
Palabras clave: democracia, ciudadanía, transición,
Venezuela
[1]
Enzo Pittari es
Doctor en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Simón Bolívar de
Caracas (2015), Master en Investigación de Operaciones por la Universidad de
Roma La Sapienza (1979) e Ingeniero
Electricista por la Universidad de Carabobo, (1977). Investiga sobre
Democracia.
[2] Asumo la idea de Ciudadanía a partir de definir
Ciudadano como “una persona que coexiste en una sociedad” y de Democracia como “una forma de
vivir juntos en comunidad” (K. O’Shea. Glosario
de términos de la educación para la ciudadanía democrática. Estrasburgo.
DGIV/EDU/CIT).
[3] Así como cada democracia es
distinta, cada transición será distinta, a la medida. Inclusive, y como F.
Mayor nos advierte en Ibernón: “…Salir de
un régimen totalitario no siempre significa entrar en una democracia. El
desencanto y la desilusión pueden debilitar el sentido de ciudadanía cuando este no se ha asimilado profundamente...”.
(F. Inbernón, Cinco ciudadanías para una nueva educación. Grao. Madrid, 2002).
[5]
Thomas Carothers (1956- ), es parte del Carnegie Endowment for
International Peace. Es un promotor de la democracia en el mundo. http://carnegieendowment.org/experts/9
[7] En Venezuela, tenemos conocimiento vívido de que
elecciones no es sinónimo de democracia.
Basta repasar los sucesos de los últimos cuatro lustros, a los efectos
recogidos por diversos medios.