miércoles, 20 de febrero de 2013

El Tesoro de Ispica, ilustrado

Graciela Bonnet, mi editora, acaba de publicar en el blog de Memorias de Altagracia, el "Tesoro de Íspica", uno de los relatos de mi "Manual para el más allá", ilustrándolo de manera muy acertada con una imagen de Charles Clyde, la cual, –quién sabe-, entre sus sujetos pudiera tener a alguno de los descendientes de Diego, protagonista del "Tesoro". 

http://edimemorias.blogspot.com/2013/02/el-tesoro-de-ispica-por-enzo-pittari.html 

 



                                            Charles Clyde, abbets, NY 1950
-I-
Todos aseguraban que bajando por aquella profunda escalera podía encontrarse en algún punto de la oscura gruta un vasto tesoro encantado, capaz de enriquecer a los  casi catorce mil habitantes de la población de Íspica.  Se afirmaba que una enorme fortuna había sido sepultada por un pirata turco en el transcurso de alguna de las tantas refriegas acaecidas en la costa sur oriental de Sicilia, cuando por más de diez siglos y hasta los primeros años del ochocientos, decenas  de embarcaciones de corsarios musulmanes asolaron a cada uno de los pueblos de ese litoral. 
La tosca escalinata, que penetraba la roca valiéndose de sus doscientos ochenta irregulares peldaños, surgía de la tierra como antesala y parte inseparable de la larga cueva que conducía al lecho del extinto río, el cual, le garantizó el agua necesaria al viejo castillo de El Carmen durante los tantos asedios sufridos.  La gruta era famosa por esta singular gradería y por el inestimable tesoro que se decía ocultaba; de lo contrario, habría podido confundirse entre las tantas otras cuevas visibles en el surcado valle, cuya amarillenta y escabrosa roca calcárea emerge horadada tanto, por la naturaleza que la adornó con múltiples túneles, como por el hombre troglodita, cuando a lo largo y ancho de sus paredes excavó las numerosas habitaciones que en su conjunto aparentan una suerte de castillo primitivo resultante de la superposición en secuencia horizontal y vertical de estrambóticos e irregulares cubos huecos.  
La escalera, era punto de encuentro de los varones del lugar durante su niñez, cuando iban a cazar salamanquesas bajo la creencia de que su muerte redimiría siete de los pecados acumulados por su impenitente captor. Para cualquier muchacho era mucho más fácil y divertido ganar indulgencias quitándole la vida unos cuantos animalitos que someterse al rigor religioso de confesiones y rezos.  En la adolescencia era usual aventurarse en la oscura profundidad de la escalinata empleando una común lámpara de aceite. -A Íspica la electricidad aún no había llegado-. 
-II-
Durante las frías noches invernales los hombres usaban reunirse alrededor de una jarra de vino. Era frecuente entonces que surgiera el tema del misterioso tesoro; se discutía y conjeturaba sobre cómo alcanzar el codiciado objeto.  De dominio público era que quien tuviera valor, fuerza y poderes suficientes para deshacer el encantamiento tendría que internarse en la gruta sin linternas. Omitida esta premisa, inhibidora de curiosos o cobardes, la polémica se centraba en determinar cuál sería la táctica eficaz para romper el centenario hechizo. Exponían sus ideas gesticulando todos a la vez y tornando el amistoso jaleo en un guirigay, que se aquietaba sólo cuando alguien asomaba un método de apariencia  tan novedosa y efectiva que lograba atraer la atención de los demás,  lo que de inmediato lo convertía en líder de la tertulia y en potencial protagonista de una tan prometedora empresa.
Una noche, Diego llamó la atención al compartir historias de su difunto tío Gaetano sobre ceremoniales mágicos, hechizos y encantamientos, resultando muy verosímil para sus contertulios.  Se trataba de un joven alto y fornido quien trabajaba en las canteras y resolvía encargos pesados de la gente del vecindario, siendo capaz de cargar moles de piedra o cuentas de leña y transportarlas sobre su espalda por largos trechos. Era huérfano único de padre y madre de quienes había heredado la humilde casa donde vivía solo. 
Aupado por sus amigos Diego pasó el fin de semana rebuscando en los surcos de su memoria a fin de recapitular las singulares historias que una y más veces había escuchado del hermano de su madre.   Aquello que alcanzó recordar le bastó para idear un método apropiado a los fines propuestos. Además, desde la última noche de tertulia, no había dejado de sentir una cierta picazón en la palma de su mano izquierda, lo que le recordaba a su padre, quien cada vez que sentía hormiguear su zurda aseguraba que venía dinero en camino.  
Diego resolvió acometer la empresa estimulado por su vivo presentimiento de éxito y no sin los naturales temores que la misma suponía.
Durante la siguiente reunión informó la novedad a sus amigos.  Evitó revelar detalles sobre el ceremonial, el cual permanecería siempre secreto, pero informó que, atendiendo a la condición estricta de llegar hasta el lugar sin linternas, acometería su exploración durante la próxima noche de plenilunio, llevando consigo la sola luz de su propia memoria. –Diego descartó comentar que en luna llena solía agudizársele el olfato, la vista y demás sentidos-. Por último, añadió que se apertrecharía con una pala mediana, por cualquier evento.
Se mostraba confiado: desde su infancia había subido y bajado innumerables veces hasta el último peldaño de la escalera; claro, sin proseguir hacia las profundidades ni interesarse por nada que no fuera la captura de una que otra salamanquesa.  Algunas veces se valió de una linterna, otras, osó ir a oscuras; muchos de los resquicios y grietas del primer segmento del trayecto le eran conocidos a la vista y, lo que era más importante, al tacto. 
-III-
La noche prevista para el descenso el cielo estaba muy despejado, las siluetas de los objetos, paisajes y personas lucían nítidos; sus amigos y una gran cantidad de curiosos se aglomeraron a la entrada de la gruta.  A su llegada Diego fue aplaudido y exhortado por su empresa.  Aquello parecía una fiesta patronal. Por su lado mantuvo un silencio inusual, no intercambió saludo alguno.  Parecía como si hubiese separado su espíritu de su entera humanidad enviándolo como vanguardia en la gesta que iniciaba.  Su cuerpo era lo único que el gentío aupaba.  Esta rara actitud de Diego podía ser justificable pues su misión no admitía distracciones.  
Inició la marcha. Antes de poner pié en el primer escalón se persignó y encomendó al patrono San Jorge.  Iba vestido como para las canteras: pantalones y camisa de un pesado algodón ocre.  Por cierto, para esta ocasión decidió no calzarse; mas sí llevaba calado el sombrero negro de ala corta legado de su tío antes de morir.  Consigo iba la pala, amarrada a su cintura con un largo pañuelo gris. 
Desde sus primeros pasos tuvo mucho cuidado. Extendiendo sus brazos a todo dar palpaba ambas paredes de la gruta al mismo tiempo, si alguien lo hubiera visto habría imaginado una cruz en marcha. Sus pies desnudos leían el terreno; reconocía también olores familiares que cambiaban en progreso: en las cercanías del portal de la cueva predominaba el aroma a hierba, al interior, la atmósfera se hacía pesada, mohosa y, en ocasiones, repugnante.  Los sonidos de su respiración y del roce de su cuerpo también variaban al internarse en la tierra, la caverna actuaba como un cuerno acústico, a pesar de sus rugosidades que no impedían el eco.   Tuvo más cuidado en las partes más anchas, donde el suelo se hacía más liso y húmedo,  prefiriendo caminar de perfil apoyando una a una sus manos sobre alguna de las paredes de la cueva, cual si fuera un cuadrúpedo erecto. No había sentido miedo, seguro de  que en aquella oscuridad de solidez plomiza, los únicos animales que podía encontrar eran las archiconocidas y pacíficas salamanquesas que muchas veces llegó a sacrificar para evitarse una penitencia. No llegó a caerse en todo el trayecto pero sí recibió algunas heridas sangrantes en brazos y piernas, debido a las rústicas protuberancias de la roca que actuaban como bayonetas empuñadas a capricho por las sinuosas paredes de la gruta. En compensación, pudo ocasionalmente valerse de estos salientes como asideros para impulsar su propio cuerpo.
Una vez superado el escalón número doscientos ochenta, Diego extendió sus brazos hacia su izquierda; continuó palpando palmo a palmo la húmeda piedra y empleó pasos cada vez más comedidos.  De acuerdo  con su plan, su tacto sería su guía prioritaria, luego confiaría en su olfato, en su oído y, como último recurso, su vista. ¡Sí, su vista!
Tenía previsto llegar hasta la profundidad de la cueva, a lo que había sido el nacimiento del río.  Notaría la cercanía de su objetivo al percibir un penetrante olor sulfuroso, después de lo cual, daría inicio a las oraciones e invocaciones destinadas a conjurar el encantamiento que con mucho cuidado había preparado y ensayado remembrando a su tío.  Deshecho el hechizo, y previa la escucha de música o voces, vería un rayo de luz incandescente muy blanca, el cual, a partir de la cúpula de la cueva incidiría en un punto específico del tenebroso espacio como señal inequívoca del sitio a enfocar para la búsqueda del tesoro.
Prosiguió su marcha y el olor a podrido fue haciéndose más pronunciado, agudo y nauseabundo. ¡Era una buena señal!  
-IV-
Diego se sentía agotado, aunque no había ocurrido nada imprevisto en su plan. Enfatizaba y afinaba sus distintos sentidos; sabía la importancia de captar a tiempo cualquier variación en los sonidos del ambiente, en la temperatura. Cualquier indicio de cercanía era crucial.
Concentraba con afán todas sus energías y pensamientos, cuando algo imprevisto lo sorprendió: el suelo, de repente, empezó a perder consistencia tornándose dúctil, reblandeciéndose. No tanto como para impedirle caminar, pero sí como para alimentarle inseguridad y temores razonables.  En la misma medida en que el piso aflojaba su limosa dureza, en su cabeza sucedían cosas también extrañas; de pronto, se le hizo visible un vibrante rayo azulado que fue a dar a una parte de la roca ubicada frente a él, iluminándola con un brillo deslumbrante. De manera paulatina la piedra reluciente comenzó a deformarse sin romperse, como una masa elástica de textura y espesor parecidos al de las mezclas de arcilla de los alfareros. -No había en el sitio nadie visible que produjera en la roca aquellos suaves y sensuales movimientos, aunque lucieran como inducidos por un forzudo escultor-.  Mientras presenciaba estupefacto el extraño fenómeno, aumentaba paulatinamente su sorpresa,  más aún cuando la roca fue adquiriendo la forma de un gigantesco rostro. Y no era que se estuviese consolidando el relieve estático de una figura humana; se trataba de la formación progresiva de una imagen cuyos movimientos le daban vida. 
De súbito, la espeluznante efigie terminó de definirse como la cara de una mujer muy fornida, una diosa imponente de gruesos labios y prominentes mejillas. Los pómulos de este ser fascinante y soberbio se hinchaban y deshinchaban como globos, con rítmica lentitud.  Diego observaba aquello atolondrado, lo que no le había impedido contar las veintiocho veces consecutivas en que las mejillas del admirable ser se habían abultado retornando luego a su posición de reposo.  De pronto, con desbordante fuerza, el temible rostro adoptó una actitud grave y solemne, movió la  boca y articuló palabra.  Con voz clara, potente y reverberante le ordenó acercarse. 
Cuando Diego se aproximó, los ojos de la fantástica dama se abrieron cual enormes ventanas, como profundos agujeros a través de los cuales se hizo visible un inmenso y relumbrante caudal. Había de todo: pulseras y collares, finamente tejidos con filigrana de oro; monedas de distinto tamaño,  también de oro; destellantes y enormes diamantes, rubíes, esmeraldas y demás piedras preciosas; copas y platos con incrustaciones de brillantes; todo organizado, clasificado y dispuesto en veintiocho baúles de distinta capacidad.  De manera repentina y asombrosa el encantamiento parecía haberse deshecho y Diego sentía estar a punto de alcanzar el codiciado tesoro que los haría riquísimos, a él y al resto de sus coterráneos.
Enseguida, pensó en el modo de transportar aquella inmensa fortuna. Se le ocurrió buscar ayuda, pero antes, no conforme con lo que sus ojos veían, quiso asegurarse de que aquello no fuese producto de una alucinación o de un probable estado de sugestión debido al cansancio que lentamente lo dominaba.  Sabía que de sus cinco sentidos, era el tacto el más confiable y convincente a la hora de percibir los objetos, así que empleando como palanca la pala que traía consigo, decidió saltar a través del ojo izquierdo del gigante. Se impulsó y, al poner pié al otro lado, donde se apoyaba aquella colosal abundancia, se produjo de inmediato un ruidoso chispazo acompañado de una enorme y densa nube de humo sulfuroso que cubrió totalmente el tesoro, el cual, desapareció repentinamente como si hubiera sido potentemente aspirado o tragado por la misteriosa mujer.  En su lugar, apareció un gigantesco montón de hojas secas.
Diego no lo podía creer, se zambulló en la pila gritando:
 - “¡El tesoro!, ¡el tesoro!, ¡dónde está el tesoro!...” 
De repente, de entre la hojarasca comenzaron a aparecer montones de gallinas que, moviendo desesperadas sus alas, trataban de escapar a través de la boca de la diosa, quien la había abierto de modo repentino.  Diego, aterrado, trató de huir velozmente cuando resbaló de manera estrepitosa. 
Las gallinas habían logrado subir en bandada la escalinata, llegando a la salida de la gruta y sorprendiendo al gentío que aún permanecía esperando el regreso de Diego con las noticias de su expedición. La multitud, asombrada por aquella inesperada cantidad de aves que revoloteaban despavoridas chocando entre sí y contra sus cuerpos, huyó horrorizada de modo que, en pocos minutos, el portal de la cueva había quedado totalmente abandonado.
Diego se había recuperado de su caída y, aprovechándose de la potente luz del rayo que aún iluminaba su mente, había podido superar también él los doscientos ochenta peldaños más rápido que nunca. 
Al llegar, desilusionado por no haber encontrado ni una sola de las almas que lo habían aplaudido al inicio de su hazaña, comenzó a sollozar como un niño, tiró el sombrero y emprendió lentamente el camino a su casa.
Desde aquel entonces, nunca más regresó a las tertulias donde aún se discute sobre cómo romper el antiguo hechizo.    
                                                                            
Caracas, Agosto 2009.
Este relato forma parte del libro "Manual para el más allá" editado en 2012