La
democracia desde adentro.
Ir a presentar reflexiones teóricas en medio de una batalla
campal, luce extraño. Así que es justo aclarar, primero, que éstas son anteriores a
la circunstancia devenida a partir de este 12 de febrero, y que, por otro lado, en medio del
fragor de una circunstancia, no viene mal un poquito de mente fría.
Y es que de democracia pienso hablar, porque es imperativo. Y no
tanto de la democracia como sistema o forma de gobierno sino de la democracia
como producto de una actitud de las personas ante la vida, ante su vida y la vida
de los otros que son, siempre, ellos mismos. (O sea, yo en el otro, y el otro en mí, sin distingo).
Intersubjetividades y diálogos multidireccionales, hacia fuera y hacia dentro.
Los políticos especialmente demagógicos, suelen de hablar del
pueblo pensando en el mismo como instrumento o medio para lograr fines muchas
veces inconfesados o inconfesables. Son las acepciones que le dieron a la
palabra “pueblo” individuos como
Lenin, Mao, Castro, Mussolini, Hitler y otros de la misma estirpe o descendencia
política. Yo voy a referirme a otro pueblo. Al pueblo que formamos las personas
que intencionalmente obramos con el espíritu y la voluntad de
promover todo aquello que beneficie a la vida, (¿biofilia?), a nuestra vida y a la de nuestros semejantes que
vinieron a llenar el tiempo de nosotros en la Tierra. O sea, al pueblo llano,
gente común sin distingo de oficio, profesión, rango, y ni siquiera riqueza. (Por cierto, estoy convencido que la mayoría de los venezolanos constituimos ese pueblo).
Y es que la democracia inventada por los antiguos griegos, por
mucho perfeccionamiento y transformación que haya sufrido a lo largo de los
tiempos, no puede ser vista sólo como cosa grande de gobierno, como práctica grande de
Estado, o de los estados. La misma, sólo llega a ser genuina, eficaz y poderosa
cuando está enraizada en la propia fibra de las personas, cuando es, pues, lo que pudiéramos llamar microdemocracia. A todos nos ha pasado
que yendo en el Metro, o comprando en un mercado, o estando en cualquier sitio
público, nos topamos con gente cuya actitud y manera de relacionarse nos atrae
tanto que, sin exagerar, pudiera uno llegar a enamorarse. Y son esas personas
que dejan brotar sin programa previo, abiertas e implicadas, cualidades
interiores que se manifiestan en gestos de solidaridad, en la disposición a
escuchar, a colaborar, a interesarse por nosotros –el otro-, sin hacer cuentas
previas. Personas que ponen en evidencia la delicadeza de su alma con
simplicidad, paciencia, conducta moderada y un sentido común que son la marca
la de una condición humana que difícilmente puede entrar en conflicto con el
universo.
Y bien, ¿de dónde salen estos individuos?
Pienso que son personas que, más allá de las vicisitudes de su
vida concreta, condicionada de múltiples formas por las limitaciones materiales que no logran
satisfacer a pesar de la intensa labor, vienen de una tradición social que
privilegia ante todo la tolerancia y, algo muy importante: la práctica de la buena
vecindad. Hoy se ha venido a menos esa costumbre, pero no olvido que de niño,
viviendo en el interior del país, no era extraño que a falta de algún insumo
doméstico a uno lo mandaran donde la vecina a pedir prestado el objeto, o que
de haber enfermedad o duelo en casa de los amigos, mamá preparase un almuerzo para
todos ellos y lo enviase conmigo: aquí manda mi mamá.
No son los dogmas, ni políticos ni religiosos, los que nos hacen.
Son los actos, las acciones. Ya lo explica Hannah Arendt en La condición humana: la labor para las
necesidades del cuerpo, el trabajo para la trascendencia y la acción para el
ser, el ser social, el ser entre otros, con otros, por otros.
Cuando privilegiamos la Acción, que lleva irrenunciablemente
implícita la Palabra y el Diálogo, es como si nutriéramos nuestro sistema
inmune ante amenazas que están siempre al acecho, como son el autoritarismo, los
despotismos, o el monopolio de cualquier cosa material o inmaterial (ideas,
información, comunicación, alimento, medicina, divisas, etcétera). Es la acción
implicada con nosotros mismos, y con el otro que somos nosotros y que vive en
cada vecino, lo que puede alimentar el torrente del espíritu que no está
dispuesto a fluir si no es para la libertad, –el mayor atributo de la vida-. Es
de la acción que presupone nuestra naturaleza ecuménica exenta de mezquinas
pequeñeces, de donde resulta una orientación espiritual que alimenta la
voluntad política necesaria en cualquier democracia enmarcada en una
perspectiva liberal de la vida y de lo público.
Importante es, saber que no hay ni manuales ni recetas únicas para
vivir así. Cada quién debe y puede llegar por su propio camino a este estadio
de la vida, vita activa, porque todos los caminos conducirán a esa Roma o a esa Meca que no la
forman sus templos, ni las casas de sus partidos políticos ni sus palacios de gobierno, sino que vive en
cada templo interior de cada persona y en la casa de cada uno de nosotros, en el palacio de nuestra propia alma, y
que constituye la única vacuna probada contra los centralismos, del poder y de
los recursos, donde un solo hombre dice lo que hay que hacer , decide la
cantidad de lo escaso que puedes alcanzar, resuelve cuánto y cuándo puedes
decir y cuánto y cuándo puedes ver. Y si te equivocas, te puede inclusive
mandar a matar (¿necrofilia?).
Después de esas actitudes germinales de lo que llamaré finalmente la
Democracia Interior, es que podemos pensar seriamente en organismos e
instituciones públicas organizadas, poderes genuinamente demarcados y
respetados por todos, y, lo más importante, rendición de cuentas pública,
recurrente y transparente.
Esa es la democracia que debe ser construida, más que desde abajo,
desde adentro.
@enzopittari
Febrero 2014.
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