jueves, 21 de enero de 2016

Muro inexistente

Muro inexistente 
De Manual para el más allá, 
©Enzo Pittari
©Editorial Memorias de Altagracia, Caracas 2012

A mi hijo.
(Los muros, por altos o profundos que sean, no siempre logran represar a las almas inquietas y perseverantes) 

Se trataba sin duda de un alma antigua. Me la había cruzado por primera vez durante aquel inolvidable y circular recorrido que hiciera con Cora, mi mujer, a lo largo de Europa Oriental, durante el segundo verano de nuestra estancia de estudios en Roma, a finales de los años 70. Era nuestro tercer día en Berlín y, después de superar los extremados controles policiales de la estación del subterráneo en Checkpoint Charlie, nos adentrábamos paso a paso en el solitario vientre de la otra parte de la ciudad demediada. Esta albergaba el mayor número de tristezas, producto del horror, en forma de mole de piedra, entre las vidas de los habitantes de aquella urbe semidestruida a ratos, reconstruida a pedazos. 
Era muy temprano en la mañana y caminábamos hacia el museo de Pérgamo, deseosos de transitar aunque fuese por unos instantes por la remota historia de babilonios, asirios y sumerios que aquel lugar recoge con la frialdad de una vitrina en invierno. 
Una vez allí e iniciada la visita, transitábamos por la vía procesional de Babilonia cuando en medio de los recompuestos edificios de ladrillos vidriados, rodeados de leones, toros y dragones de piedra, se nos acercó un joven rubio, ojos castaño-miel y modales refinados para ofrecernos, en perfecto castellano, la posibilidad de guiarnos y de referirnos los acontecimientos monumentales ocurridos miles de años atrás en aquella tierra abrazada entre el Tigris y el Éufrates, muestra de la cual, pisábamos y veíamos en ese momento. Parecía alguien brotado de la réplica de la torre de Babel allí existente. ¿Cómo era posible encontrarnos con alguien que en nuestra propia lengua nos ofreciera tan amable compañía, en aquel recóndito lugar? 
Era realmente conmovedora e intrigante la situación. El joven se expresaba con certeza profunda sobre cada detalle allí exhibido y nos hacía referencias muy coherentes sobre los hechos suscitados entre aquellas piedras, antes de que las mismas hubiesen llegado a aquel museo, antes de que hubiesen sido confinadas entre las miradas de espectadores pasivos y extrañadas de su propio origen glorioso y guerrero, de su propio escenario natural en el cual, quizá, muy probablemente, él también había habitado.
Disfrutamos el recorrido intensamente, aprendimos y aprehendimos cuanto Konrad pudo y quiso transmitirnos, quedando aquella experiencia marcada como memorable, inolvidable entre otras tantas que tuvimos la fortuna de realizar durante aquel viaje. Inclusive, el rostro y la mirada aguda e infrarroja 
de este misterioso joven, quedó por siempre imborrable en nuestra memoria.
Muchos años después, en una de esas tantas ocasiones de fin de semana, cuando con nuestro hijo caminaba arriba abajo, abajo arriba, desde nuestra casa de Machurucuto, a la orilla de ese mar de densas palmeras que transcurre entre los ríos Cúpira y Chupaquire, se volvía a hacer presente quien seguro sería la misma alma, esta vez alojada en el cuerpo puro y tierno del hijo. Caminamos durante más de una hora, a ratos nos sentábamos a conversar en alguno de los tantos troncos que invadían la playa a raíz de la tala indiscriminada que recién había sido practicada en las cabeceras del Chupaquire, con el fin de acelerar y facilitar en forma maligna la explotación de las ricas minas de arcilla que allí se encuentran. Hacíamos comentarios sobre la naturaleza, compartíamos algún juego sencillo, esquivábamos las aguas malas, o recogíamos guacucos para la cena. Sus proposiciones, respuestas, y consideraciones aparentemente ingenuas, venían cargadas de una sabiduría mesopotámica, muy antigua, como desempolvadas de un yacimiento arqueológico. 
Aquella tarde, después de una breve parada donde hablamos de marinerías y pescadores, retomamos la marcha dirigiéndonos a un objeto grande y nuevo divisable en la lejanía. Resultó ser un barco pesquero abandonado el cual, durante el reciente mar de leva, había encallado en la granulosa y oscura arena. Conrado lo abordó y, haciéndose del timón, comenzó a dar órdenes a la tripulación inexistente, formada por una decena de marineros semidesnudos que de inmediato se colocaron a sus órdenes y, recogiendo palos y varas en forma de palanca que emplearon para desencallar aquella golpeada pero robusta nave, lograron echarla finalmente al mar de las Antillas. 

Quizá, la embarcación atraviesa ahora las aguas del Golfo Pérsico, llevando de vuelta el alma de mis tormentos, siempre inquieta y abnegada, a las puertas del templo de Nabucodonosor.

3 comentarios:

  1. Muy bonito relato. Me fascinó Enzo.

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  2. Gracias por el comentario, quienquiera que lo haya escrito. Un saludo.

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  3. Muy buen escrito, me pierdo entre tantos detalles descriptivos -nunca me ha fascinado el género descriptivo- y aún así permanecí atrapada en la mística y poética descripción, sentí que lo hacia con mucha añoranza, por eso abunda en tantos de talles, pudo conectar dos momentos de su vida que se quedaron impresos en su alma como una fotografía bonita. Felicidades

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